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Desmesuras y fantasmas agitados por la desconfianza política. Por Sergio Berensztein *

 

El planteo sobre una eventual manipulación de la información sobre el escrutinio provisorio de las PASO refleja un mal más profundo que arrastra la dirigencia argentina.

Uno de los principales errores en los que caemos a menudo consiste en suponer que todos, o la mayoría, compartimos la misma información y tenemos pensamientos y comportamientos similares. Suponemos que nuestra “racionalidad” es equivalente a la de nuestros interlocutores, por lo que podemos llegar a elegir opciones o a tomar decisiones parecidas. Las teorías del comportamiento llevan tiempo demostrando que esto no es necesariamente así. Sin embargo, delinear al “otro” en el espejo de uno mismo continúa siendo uno de los mecanismos más comunes y más desacertados.

Esto es particularmente complejo en la vida política, pues lleva a determinaciones equivocadas desde el punto de vista individual y hasta puede derivar en ingentes costos para la sociedad. “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”, inmortalizó Juan Carlos Pugliese en pleno caos hiperinflacionario. ¿Podría esperarse un comportamiento diferente por parte de los mercados? Ex post es fácil concluir que no, pero alguien dispuesto a darlo todo en medio de semejante crisis pudo suponer que sus compatriotas actuarían con criterios altruistas.

Lo contrario también se aplica. Aquellos que solo entienden el idioma del poder y están dispuestos a hacer cualquier cosa para llegar y perpetuarse en él tienden a suponer que todos actúan o podrían hacerlo como ellos. Por eso la desconfianza es contagiosa: nadie volverá a repetir la inocente frase de Pugliese. A partir de esa experiencia histórica, quedó claro que los mercados solo actúan de manera egoísta.

En política pasa lo mismo. Tal vez por eso quienes callaron y hasta repitieron las más absurdas tergiversaciones de las estadísticas públicas afirmen ahora que podría manipularse la información sobre el recuento provisorio de votos. Semejante supuesto, al margen de las dudas que pueda generar el nuevo sistema informático, parte de la creencia de que el Gobierno estaría dispuesto a tamaña barbaridad solo por una transitoria supuesta ventaja comunicacional: en pocos días, la Justicia Electoral se encargaría, en el recuento definitivo, de despejar cualquier interrogante. ¿O infieren los representantes legales de los partidos opositores, en especial los del Frente de Todos, que la eventual maniobra de fraude involucraría al Poder Judicial? ¿Puede que quienes avalaron una agrupación denominada Justicia Legítima consideren que la actual no lo sea?

La desconfianza implicó a lo largo de nuestra frustrante historia costosas consecuencias, sobre todo obstaculizando la cooperación entre sus principales protagonistas. Más allá de la capacidad puntual de algún gobierno para hacer aprobar una ley con parcial apoyo opositor, la tradición nacional consiste en que prevalezca el desacuerdo (el conflicto) incluso entre espacios que no están tan distantes en el espectro ideológico. El criterio y la coherencia no abundan ni en el vínculo entre diferentes partidos ni en el interior de cada uno.

La cuestión de la desconfianza en las clases dirigentes es un clásico de la sociología política argentina. José Luis de Imaz lo analizó en profundidad en Los que mandan, sagaz estudio de 1964 sobre las clases dominantes que permite comprender parte de los desencuentros característicos de nuestra vida pública. Su hipótesis era que las elites argentinas carecían de un espacio de socialización común, por lo que tenían diferencias conceptuales, cognitivas y de intereses que obstaculizaban su coordinación. Esto incluía a los miembros de las Fuerzas Armadas y abarcaba al conjunto de nuestra dirigencia, muchos de cuyos integrantes provenían de distintas provincias. De este modo, se acumularon múltiples clivajes que profundizaron la conflictividad y dispararon dilemas irresolubles en materia de gobernabilidad. La nuestra es una sociedad de múltiples grietas: unitarios y federales, conservadores y radicales, civiles y militares, peronismo y antiperonismo, campo e industria, interior y Buenos Aires, verdes y celestes.

En medio de esta multiplicidad de tensiones, algunas cuestiones no generaban demasiada controversia. Una de ellas era la transparencia en el proceso electoral. Es cierto que hubo episodios conflictivos. Basta recordar las elecciones de Córdoba de 2007, cuando Luis Juez desconoció la victoria de Juan Schiaretti y exigió el recuento voto por voto. O aquellos complejos comicios tucumanos de 2015. En los últimos días, el FDT agita el fantasma de un potencial fraude.

El Gobierno argumenta que serán las elecciones con el escrutinio más expeditivo y confiable. Ambas partes exageran. ¿Acaso existe algún sistema informático suficientemente robusto como para resistir un ataque? La ONU informó que hackers norcoreanos habrían robado más de 2000 millones de dólares del sistema financiero. Especialistas informáticos independientes identificaron varias potenciales fallas en el software de la empresa Smartmatic, que reemplazó a la en su momento también cuestionada Indra. La prestigiosa presidenta de Transparencia Internacional, Delia Ferreira Rubio, puso esta cuestión en perspectiva: el Gobierno falló en despejar a tiempo cualquier interrogante que pudiera existir.

La concepción de las PASO está vinculada a la desconfianza. Se trata de un invento uruguayo de 1996 para eliminar la ley de lemas (o doble voto simultáneo, dentro de un partido y para el cargo al que se postula el candidato) que, a su vez, había surgido por la imposibilidad de acordar reglas para realizar una primaria en los partidos políticos, justamente por las sospechas imperantes entre las distintas facciones. Surgió entonces un sistema por el cual ganaba la elección el sublema (o candidato) más votado del partido que obtenía más sufragios. Las PASO reconocen la persistencia de este problema y replican las condiciones generales del mecanismo al cual reemplazan. Por eso son obligatorias, abiertas (para mantener el arbitraje de los ciudadanos frente al recelo y las disputas de los dirigentes) y simultáneas (para que los partidos no se hagan trampa entre sí: que no intervengan en las elecciones de sus adversarios por estar obligados a atender sus propias disputas internas).

Néstor Kirchner adoptó esta idea luego de su derrota en 2009 (Santa Fe lo había hecho en 2005 para reemplazar su propia ley de lemas) motivado por su desconfianza del peronismo, en especial del de la provincia de Buenos Aires. Muchos intendentes habían obtenido más votos en sus distritos que los que había alcanzado la lista de diputados nacionales que el expresidente encabezaba. Eso significaba que algunos líderes comunales habían repartido sus boletas junto con la de Francisco de Narváez. Para evitar esas traiciones, Kirchner impulsó un sistema que obliga a todos los actores a mostrar su juego con antelación. ¿Se trata de un mecanismo infalible? La elección de María Eugenia Vidal en 2015 demostró que no. De todas formas, este interrogante podría develarse el domingo. Algunos intendentes del conurbano siguen resistiendo la figura de Kicillof, con quien tienen diferencias irreversibles en términos de cultura política. Difícilmente hagan demasiados esfuerzos para revertirlas. Aunque, como argumentó un dirigente bonaerense, “las traiciones no se avisan ni se adelantan”. Si ocurren, serán más evidentes en octubre.

Considerando que estas PASO no definen casi nada, la desmesura se apropió del debate en torno del recuento provisorio. Lo más importante, sin embargo, es que estos elevados umbrales de desconfianza son expresión de la falta del capital social necesario para que la Argentina pueda comenzar a corregir su endémica disfuncionalidad política.

 

Por Sergio Berensztein, politólogo

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