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La violencia es hija de la política del miedo. Por Álvaro José Aurane

“Repechando colinas arenosas, habían llegado al laberinto. Este, de cerca, les pareció una derecha y casi interminable pared”.

Abenjacán, el Bojarí, muerto en su laberinto, de Jorge Luis Borges.

En el decimotercer cuento del libro El aleph (1949), Borges hilvana una historia de violencia prácticamente con la estructura de una telaraña. Todo gira en torno de una construcción urdida para que los hombres se perdieran dentro de ella; y el crimen que narra es el de un rey de una tribu lejana que muere a manos de su primo. O todo lo contrario. Pero antes de entrar en esa trama, el vate ciego argentino ofrece en el décimo párrafo una definición (de entre muchas que irá tejiendo durante el relato): cuando se está demasiado próximo a él, todo laberinto parece en realidad un muro inacabable. Aunque, como en “Abenjacán, el Bojarí…”, esté hecho de ladrillos sin revocar. Y sea “apenas más alta que un hombre”.

De esa cercanía enceguecedora está hecho el laberinto de la violencia que durante esta semana se ha convertido en trágica noticia en la Argentina. Una patota de 10 rugbistas mató a golpes a un chico de 19 años en Villa Gesell. Un hecho lejano en la geografía, pero cercano en la historia tucumana: el 27 de junio de 1996, Álvaro Pérez Acosta era dejado en coma por la golpiza que le propinaron en un boliche los hermanos Cristian y Fabián Jensen, condenados a ocho años de prisión, pena que ya cumplieron.

Todos estos actos de violencia individualizable son y han sido catalogados en el estante social de la “locura”. Son, para mayor explicitación, definidos como “una cosa de locos”. Una sinrazón infinita e incomprensible. De esta falacia está hecha la infraestructura del laberinto de la violencia. Esa es la mampostería sobre la cual se sustenta.

El sustrato del oprobio

La violencia subjetiva, la que es perpetrada por sujetos identificables (personas que, como tales, tienen nombre, apellido, familia, vecinos…) no es asunto de “salvajes”. Ni de “bestias”. Ni de “animales”. Ni siquiera es irracional. Por el contrario, está llena de razones. La violencia subjetiva no brota de la nada. Esos episodios no son estallidos inconexos. Por el contrario, y para ponerlo en términos del filósofo Slavoj Zizek, esa violencia cometida por sujetos, se nutre de otra violencia. De una que está “debajo”. En el sustrato. En el “sub stare”. En su sustancia.

La violencia subjetiva se alimenta de una violencia objetiva: la violencia del sistema, conecta el pensador en “Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales”. Esa violencia está naturalizada. Es decir, está en todas partes y, sin embargo, son millones los que parecen no verla.

Tucumán no necesita que le cuenten de la violencia del sistema: sólo necesita recordarla. Entre el 8 y el 12 de diciembre de 2013, mientras la Policía realizaba una huelga para reclamar un aumento de salarios, la Provincia fue asolada por saqueos en negocios y asesinatos en las calles. Luego, se otorgó el incremento, los uniformados volvieron a sus puestos y el caos fue aplacado. Entonces, los tucumanos saben que la violencia objetiva no es meramente conceptual. Hay una violencia de base descomunal en la provincia donde, viviendo unos al lado de otros, los que nada tienen comen, se visten y hacen sus taperas con la basura de aquellos a los que todo les sobra. Pero, por sobre todo, muchos de los que sobreviven en esa iniquidad viven contenidos a punta de pistola. Y cuando los uniformados enfundaron, se presentaron para devolver toda la violencia que reciben del sistema.

No las hay “buenas”

La violencia subjetiva se incuba en la violencia objetiva porque, en definitiva, toda violencia alimenta otra violencia. Y entonces, ya por fuera de su infraestructura, hay que identificar las trampas del laberinto de esa violencia.

Un primer ardid en el cual no debe caerse, como obvia derivación de lo anterior, es que no hay violencias valiosas. Ni legítimas. Ni justificables. “Es esencial definir la violencia de tal modo que no pueda ser calificada como ‘buena’. En el momento en que afirmamos que somos capaces de distinguir la violencia ‘buena’ de la ‘mala’ perdemos el uso apropiado de la palabra y caemos en la confusión. Y sobre todo, tan pronto como afirmemos estar desarrollando criterios por los cuales definir una violencia supuestamente ‘buena’, cada uno de nosotros encontraremos fácil usarlos para justificar nuestros propios actos violentos”, razonó la filósofa francesa Simone Weil.

Zizek, justamente, se pregunta cómo es posible repudiar por completo la violencia cuando la lucha, y por ende la agresión, son constitutivas de la vida humana. Y él mismo da cuenta de que la respuesta está en una distinción. La violencia no es una “fuerza vital”, sino una “fuerza mortal”. No busca trasgredir un orden para fundar otro, sino que es un exceso que perturba el curso normal de las cosas. Es, en esencia, ilimitadamente destructiva.

Entonces, es imperdonable la violencia objetiva de la desigualdad, como también la violencia subjetiva de quienes la materializan a través del delito.

Tampoco las hay “mejores”

La segunda emboscada se desactiva a partir de la lógica de la primera: cuando se comprende que no hay violencias “mejores”, ninguna violencia es naturalizada. De lo contrario, si la pobreza es una violencia admisible (sobre todo cuando es ajena), porque en definitiva “siempre hubo pobres” (lo que probaría que la evolución natural es más veloz que la evolución de las sociedades forjadas por la humanidad), al comparar el asesinato de Villa Gesell con la “situación normal no violenta” de una provincia donde casi la mitad de la población es pobre dará como resultado creer que, de verdad, en este subtrópico reina la “paz social”.

Temor contra todos

La tercera trampa del laberinto de la violencia no es semántica, sino práctica. Profunda. Y masiva. Es, sin más, la política del miedo. En su ensayo “SOS Violencia”, Zizek identifica la tendencia actual de una política que renuncia a las grandes causas ideológicas para reemplazarlas por una noción de administración de la vida que sea eficiente, socialmente objetiva y, por todo ello, marcadamente despolitizada. Esa sustitución plantea un problema: ¿cómo movilizar a los ciudadanos si los grandes debates sobre los principios (libertad vs. seguridad; prosperidad individual vs. distribución de la riqueza; capitalismo o comunismo; y un largo etcétera) han sido suplantados por el imperio de la “gestión”, uno de los vocablos más desideologizados del castellano?

El único modo es haciendo uso del miedo, dice Zizek. El cual, diagnostica, es el constituyente básico de la subjetividad actual.

Ya no se habla entonces de la diferencia entre visiones y valores posibles para una sociedad o un Estado, que es una dimensión constitutiva de la política, sino que todos los debates orbitan en torno del temor. Miedo a los inmigrantes, miedo al crimen, “miedo a una pecaminosa depravación sexual”, miedo al exceso estatal (a través de la fuerza policial, pero también a través de la excesiva carga impositiva), miedo a la catástrofe ecológica, miedo a las nuevas epidemias, miedo a las ideologías… Miedo al miedo.

Un “otro” que no sea “otro”

El camino hacia la violencia está pavimentado por la política del temor. Para mayores mapas, el pensador esloveno da cuenta de que el temor viene tabicando la tolerancia liberal hacia los demás, cercando el respeto a la alteridad y cerrando la apertura hacia las diferencias. Todo ello, de la mano del miedo. “Dicho de otro modo, el ‘otro’ está bien, pero sólo mientras su presencia no sea ‘invasiva’”. Es decir, mientras ese “otro” no sea realmente “otro”.

Tucumán lo vive desde hace tiempo. Los vecinos de Bolivia venían a ocuparse de cosechas para los que no había mano de obra local, y después de años de vivir en condiciones infrahumanas fueron arrendando tierras para ocuparse también del cultivo. Luego las compraron. Y prosperaron. Pero muchos no vieron ese esfuerzo, sino a “bolivianos (porque eran despojados de su universalidad de seres humanos para ser sometidos a la violencia del reduccionismo identitario) que vienen a quedarse con el trabajo de los tucumanos”. Lo mismo para los inmigrantes de Corea, que trabajan a destajo en el comercio textil, a menudo viviendo en el mismo local comercial cuando recién habían llegado. Ahora es con los venezolanos y con un doble estánda revelador: resulta meritorio que los argentinos emigren y trabajen en bares y restaurantes en Europa, pero “sorprende” la cantidad de venezolanos que vienen a trabajar en bares y restaurantes de Tucumán.

Huelga decirlo, la caída de la tolerancia no se queda en el prejuicio bobo. El presidente Alberto Fernández participa ahora del Foro Internacional del Holocoausto en Israel, y de la conmemoración de los 75 años de la liberación del campo de Auschwitz, esa guarida del mal absoluto. En ese encuentro, los 41 jefes de Estado debieron grabar un video en el que cada uno explicitó que el antisemitismo es “una problemática vigente”.

En este tramo, el inabarcable muro del cercano laberinto de la violencia nos deja en el mismo lugar de la partida.

La serpiente que se muerde

“Algo que nunca deja de sorprender a la conciencia ética ingenua es cómo la misma gente que comete terribles actos de violencia contra sus enemigos puede desplegar una cálida humanidad y una sincera preocupación por los miembros de su propio grupo. ¿No es extraño que el mismo soldado que asesina a civiles inocentes esté dispuesto a sacrificar la vida por su batallón? ¿Que el comandante que ordena el fusilamiento de rehenes pueda esa misma tarde escribir una carta a su familia llena de sincero amor? Esta limitación de nuestra preocupación ética a un estrecho círculo social parece ir en contra de nuestra comprensión espontánea de que todos somos humanos, con las mismas esperanzas básicas, miedos y penurias, y por tanto con el mismo derecho al respeto y a la dignidad (determina Zizek). Negar los mismos derechos éticos básicos tanto a los que son foráneos a nuestra comunidad como a los de su interior es algo que un ser humano no hace en forma natural”.

Los rugbistas que, como grupo cerrado, le negaron el derecho a la vida a Fernando Báez Sosa en Villa Gesell, o los hermanos que le coartaron a Álvaro Pérez Acosta el derecho a una vida plena, son la manifestación subjetiva y a escala de una sociedad que, objetivamente, hace lo propio con grupos sociales completos. Lo imperdonable, en este punto infernal, no es necesariamente irracional ni incomprensible. Esas violencias identificables, entonces, no son naturales, sino aprendidas. Asimiladas por intoxicación social.

Y eso que del laberinto, todavía, no hemos logrado trasponer ni siquiera el primer muro.

AUTOR

Álvaro José Aurane para LA GACETA
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