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Mérito e igualdad. Por Alberto Asseff

   Nuestros debates son así, arcaicos, estériles, inconducentes, retrógrados, nocivos.  Uno de ellos es el que confronta mérito e igualdad. Peor aún, el que exalta a uno de estos términos – que son valores – no sólo en detrimento del otro, sino para excluir a su presunto antagonista. Otro plano de la grieta que conlleva un dilema gravemente pernicioso y sobre todo antiprogresista en el terreno socio-económico.

Principiemos por subrayar que la Constitución establece a los dos, al mérito y a la igualdad. La idoneidad es la condición de la ley suprema para acceder a los cargos públicos y todos los habitantes somos iguales ante la ley. Por ende, no existe el segundo excluido, sino los dos incorporados.

Comencemos por la igualdad. Se ha reiterado una y mil veces: una cosa es adoptar una postura, pretender una meta y otra es extremarla. Somos iguales, pero no igualitaristas. Adherimos al mérito, pero repelemos el privilegio. El igualitarismo desestimula al esfuerzo, al empeño, al estudio, ya que sin ellos obtendremos los mismos logros. El igualitarismo nos empareja con prescindencia de lo que seamos y aportemos tanto a nosotros mismos, a nuestras familias, a la sociedad. Esta ideología es mediocre. Sólo prospera en la medianía general, con tendencia ineluctable hacia el descenso social. Es una idea que empobrece. Ni siquiera es gris. Es literalmente oscura.

El mérito no lesiona a los otros. El meritorio, superándose, coadyuva a generar condiciones y oportunidades a muchos otros. Su investigación médico-científica puede salvar vidas; su empuje creativo puede generar muchos empleos de calidad; su incesante innovación implica avanzar en materia tecnológica y así producir más bienes; el esfuerzo le asegura capitalizar sus réditos y traducirlos en inversiones expansivas de la actividad general.

La falsa disyuntiva de mérito e igualdad trastroca el objetivo de nuestro programa nacional, sintetizado en el Preaámbulo,  de bienestar general y lo transforma en el país que hoy sufrimos agobiantemente, de pobreza tan generalizada como creciente.

Denostar al mérito, descalificarlo con énfasis digno de causas nobles, es suicida. La más alta magistratura dio está mala señal de estigmatizar al mérito como algo de propiedad de pocos y de aventajados. Precisamente, necesitamos que el mérito se extienda de modo que la igualdad se despliegue, pero en un estadio de más resultados, de progreso social y económico.

El mérito estimulará una genuina igualdad  hacia arriba, ascencional. El mérito sustentará la verdadera igualdad que la Constitución y la axiología validan: la de oportunidades. Al nacer, todos con las mismas opciones. Obviamente estamos muy lejos de esa nobilísima igualdad. Consecuentemente, ahí debemos poner todo nuestro empeño en vez de escandalizar impugnando al mérito.

Un emprendedor no es igual a un acidioso. Un estudioso no da lo mismo que un disipado. El civismo no se equipara con el ‘no te metás’. El sistema republicano no es similar al autoritario. El poder de la ley no es análogo al poder por encima de la ley. El diálogo sincero no es diálogo cínico. No todo da lo mismo ni es igual. La clave está en la diferencia.

En la vida nacional debemos cada día más ejercitar la distinción. No por la cuna, sino por el mérito. Nadie nace ‘distinguido’. Se forja en el devenir de la existencia.

La Argentina como nación también debe anhelar la distinción. En vez de ser un país más, periférico, cada día más marginal, distinguirse por su orden y progreso, por su prosperidad general, por ser tierra de convivencia, oportunidades y grandes horizontes.

El punto de partida es no confundirnos. No mezclar los valores con sus antitéticos disvalores.

Diputado nacional (Unir-Juntos por el Cambio)
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